Si echamos la vista atrás en el tiempo nos encontramos que las primeras referencias a la trufa datan de los sumerios, reflejando en tablillas de barro los hábitos alimenticios de sus enemigos, los amoritas, hace más de dos mil años antes de nuestra era. Son los egipcios quienes mantienen la trufa en su menú, como alimento dirigido a las clases pudientes y cocinándolas embadurnadas en grasa buscando la forma más provechosa de extraer las mejores cualidades de la trufa.
En la Grecia clásica consideraban que aparecía de la nada, que su generación era espontánea. De hecho, se llega a decir: “¡Cuantos más truenos hay, más crecen!”. Los romanos heredan la civilización griega y la trufa como parte de ella, aunque no era precisamente la trufa negra la que más llamaba la atención de los romanos, sino otras variedades del hongo. Durante años la trufa va siendo conocida, hasta que, en 1423, Don Enrique de Villena escribe las costumbres más sencillas para cocinarlas en su libro “Arte Cisoria”. En los siguientes siglos las trufas se incorporan en los recetarios y tratados botánicos españoles.
En 1815, en Francia, se descubrió de forma casual la posibilidad de que las trufas pudieran ser cultivadas. En aquellos tiempos, el país galo ya era un gran consumidor de trufa y la investigación se llevó a cabo por un puro interés científico. La producción era suficiente para el reducido número de comensales y restaurantes que se interesaban por su deleite, hasta que bien entrado el siglo XX la demanda aumentó y fue en ese momento cuando se planteó el cultivo de trufa como una opción. Tuvo que pasar prácticamente siglo y medio para que la truficultura lograra consolidarse después de aquel descubrimiento.
Mientras tanto, en España, en zonas del interior con terrenos calizos y climas de contrastes, veían como en sus bosques crecía este preciado hongo de forma silvestre, la naturaleza le daba el agua que necesitaba.
La demanda de trufa que venía desde nuestros países vecinos era cada vez mayor. Sarrión se asentó como la capital de la trufa negra, no sólo por su trufa silvestre sino por la apuesta de su gente a destinar la tierra a este tipo de agricultura.
El cultivo de este preciado hongo ha impulsado el desarrollo de una región localizada en un paisaje idílico, donde crece un producto que, por su sabor, exclusividad, trabajo de elaboración… le hace recibir el nombre de oro negro.
La innovación en el sector y la apuesta por el mundo de la truficultura han hecho de Sarrión un referente mundial, nuestros expertos productores ayudan a que la trufa se desarrolle: se riega, se cuida, se observa el clima para darle a la trufa lo que necesita para crecer tal y como lo haría en un bosque, porque a la trufa no le gusta lo artificial, es un cultivo que requiere mucho tiempo y poca química.